Al anochecer, el cielo seguía teñido de aquella luminiscencia púrpura, más intensa que cualquier aurora boreal. El fenómeno ondulaba como un mar en calma sobre el centelleo de las estrellas y la palidez de la luna. Hubiera sido asombroso contemplarlo antes de levantarme la tapa de los sesos, pensaba Roque en el aparcamiento del bar de carretera. Pero esa tarde, en las montañas, ya había decidido que no se dispararía con la Remington. Su muerte tendría que esperar un poco más, y lo haría por una causa noble: la lealtad que guardaba hacia su amigo Maico.
Salvo por un par de detalles, la jornada que Roque había planificado para esa mañana no se diferenciaba del resto de sus monterías. Se levantó temprano, anticipándose a la alarma del despertador, y con disciplina militar fue tachando de su mente cada paso que iba cumpliendo. Se dio una ducha fría, se puso la alianza, se vistió y, con temor a olvidarse, metió los cartuchos en el bolsillo de la cazadora del ejército. En la camisa, junto al corazón, también metió un papel cuidadosamente plegado. Su carta de suicidio. Seguir Leyendo