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Ya está habilitada la tienda en mi web y como regalo, podéis descargar gratuitamente el pdf de mi relato “Fasínder, el niño de la estepa” en dos formatos: con fondo en blanco o fondo en negro.

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Me llamo Ornuac y soy anacoreta peregrino de la orden Rúm·edar de Urneo, de visita a las ciudades hermanas de Syrq.

 

A las faldas de este monte sagrado, de Bánun Urnamé, describo lo que mis ojos han visto y vivido.

 

No queda nada de la Bella Azul. No hay ni rastro de sus protectores. Y sobre sus templos… ¿Qué decir de ellos?. Únicamente mencionar, que han sido profanados hasta sus bordes.

 

¿Por qué hemos recibido pues, otras nuevas durante años? Esto no es lo que esperaba ver. Esto no es lo que creía saber.

 

¿Por qué este cruel destino? ¿Dónde está Syrq·eemont Gaya?

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Os avanzo un poco del texto que en breves voy a publicar.

Como siempre, espero que lo disfrutéis.

 

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“Las paredes enmohecidas estaban invadidas por la hiedra venenosa típica de Sirquemón: la isquéndula. El recorrido que había llevado a Dardo hasta aquel emplazamiento, era de muy difícil acceso, ya que a duras penas, quedaban resquicios entre sus hojas por los que poder pasar. Por eso nadie, en su sano juicio, visitaba aquel lugar, excepto ella, que conocía la forma adecuada de sortearlas. Decían que aquella planta, era la culpable de decenas de muertes al año y de contaminar también, el agua de la ciudad.

La plaga vegetal empezó a apoderarse de las calles, con la llegada de los malgamash. Unas contaminaban y mataban en silencio, los otros esclavizaban y mataban con brutalidad. Unos hechos fatídicos de los que los sirquenos, nunca podrían ya liberarse. Parecía que los suyos, los neutrales, se olvidaron por completo de aquella parte tan alejada del mundo y jamás fueron a rescatarlos. Aunque, como buenos humanos que eran, lograron adaptarse y convivir finalmente, con ambos infortunios. O mejor dicho, solo los consiguieron superar los más despiadados. Con el paso de los siglos, no quedaba una sola alma buena en aquella urbe condenada. Los que nacían llevaban en sus genes, la malicia integrada.”

 

Este es el principio de la segunda parte de “Rumor, el Silencio del Secreto“. ¿Os gusta cómo va quedando?. 

Para vuestra información, ya llevo tres páginas escritas y la estructura de lo que irá pasando está por completo construida. Solo falta pulirla. Estoy muy entusiasmada con el argumento y estoy segura que también os pasará lo mismo. Pero ya se sabe el dicho de: “las cosas de palacio van despacio”. Es lo que tiene el escribir, la paciencia.

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Después de contabilizar todas las lecturas desde que publiqué los relatos y teniendo un poco más de estrellas el de “Rumor, el silencio del secreto“. He decidido continuar con este. Ya estoy escribiendo la segunda parte. En breves estará en la web. Espero que os guste la idea de una lectura interactiva, sobre la que podréis ir opinando a medida la voy escribiendo.

De mientras, sigo trabajando con la portada del que será el primer libro de la cosmogonía de Equilibria: “Cántabo. Una historia de Equilibria“, que pretende ser autoconclusivo y aún no forma parte de la saga. Solo es para que vayáis entrando en calor.

Gemma N. Escarp

Gemma N. Escarp

Un poderoso viento, nacido en lejanas montañas, se desplazaba sin control por la desolada estepa, arrastrando con él una nube de polvo y vegetación muerta, sin que ningún accidente geográfico obstaculizase su recorrido y lo que transportaba. Un viento gélido que iba ganando velocidad a medida que acortaba distancias hasta la Anciana y el promontorio sobre el que estaba situada, observando. Un viento mordaz que terminaba chocando fuertemente contra ella, desestabilizándola y sacando lo peor de su carácter. El continuo azote era insufrible para sus viejos huesos. Le costaba hasta respirar. Las molestas partículas que levantaba se le introducían en los ojos, dentro de las fosas nasales y entre las costuras de la ropa hasta acabar por rasparle la piel, como si de una lija se tratara.

Tenía que admitir que, con su avanzada edad, le había costado llegar hasta allí. Era incomprensible que, precisamente ella, estuviese fuera del resguardo de la capital, vagando imprudentemente por la tierra en extremo hostil, que la vio nacer. Pero aguantaría lo que fuese y aquel era el mejor punto desde el que colocarse para controlar la inmensa extensión que se abría bajo sus pies. Nada, ni nadie, la convencería de lo contrario. Así que permanecía imperturbable, soportando la calamidad del tiempo lo mejor que podía. Era mucho más importante el cometido que la había llevado hasta allí que su propio bienestar personal.

—Maldito viento —masculló finalmente la mujer, mientras trataba de sacudirse el polvo de la ropa, incapaz también, de dominar la capa que se agitaba sin control tras ella. Hasta el apretado recogido de su peinado se había soltado en gran parte y largos mechones de pelo blanco ondeaban con furia en todas direcciones. Pasado ese momento de hartazgo, volvió a levantar la mirada para escudriñar el horizonte. Seguir Leyendo

Gemma N. Escarp

El pavimento brillaba, pero no, con el típico brillo de algo lustroso, sino con la refulgencia mortecina de las calles húmedas de Sirquemón, la última frontera. Un empedrado que consistía, a día de hoy, en la precaria unión de unos viejos adoquines desgastados, ennegrecidos y desnivelados, recubiertos por un moho enfermizo, que en algún momento vivieron tiempos mejores y que revistieron ufanos, amplias avenidas. Pero ahora, todo tipo de barracas, chabolas y casuchas, se levantaban sobre ellas sin ningún orden o planificación y las verdaderas casas, que en otro tiempo fueron hermosas y de gran esplendor, se habían tornado inhabitables debido a un extremo estado ruinoso. Peligrosos tejados temblaban inconsistentes sobre sus esqueletos destrozados. Solo quedaban vestigios de algún muro labrado, con la que fue una valorada artesanía norteña, pero de la que apenas se apreciaban ya, sus grabados. Aquella ciudad que habitaban, incrustada entre montañas y altos acantilados, en otra época había sido próspera y brillante de verdad, antes de que el límite con lo maligno se acercase prácticamente hasta sus puertas.

Unos pequeños pies descalzos y sucios, permanecían inmóviles al lado de uno de esos viejos adoquines, uno particularmente resbaladizo y resquebrajado. Permanecían perfectamente escondidos entre los aperos desordenados, que se amontonaban descuidados sobre el angosto callejón, una especie de ruta serpenteante que discurría entre el caos de chamizos y puestos ambulantes. Estaban bien ocultos de ojos indiscretos y miradas acusadoras. Porque esos pequeños pies, pertenecían a un niño de muy corta edad, que mantenía la vista fija sobre la bolsa de monedas de un rico comerciante, que se había dejado caer por allí imprudentemente. Por lo tanto, esos pequeños pies formaban parte de un ladrón. Uno que estaba pensando en ese momento cosas como: ¡Menudo mercader despistado! Que arriesgado y tonto… ¿Cómo se le habría ocurrido viajar, hasta aquella vieja y fea ciudad, última linde de la tierra habitable? Pero seguro que no lo pensaba con frases como aquellas, tan elaboradas, sino más bien, con las que usaría un infante de apenas cinco años.

Pero el encargo de Fauno había sido claro:

—O me traes esa bolsa de dinero o vas directo al mercado de esclavos —tronó la voz de su amo—. Tú mismo. Seguir Leyendo

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