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“El niño de la estepa” es un relato que marca el inicio de la historia de uno de los personajes más emblemáticos dentro de un reino donde nada es lo que parece: el inquietante universo de Equilibria. Narrado magistralmente por las excepcionales voces de Cuentos del Bosque Oscuro en su popular podcast de iVoox, logrará transportarte a otro mundo, ofreciéndote una experiencia inmersiva única. Seguir Leyendo

Gemma N. Escarp

Un poderoso viento, nacido en lejanas montañas, se desplazaba sin control por la desolada estepa, arrastrando con él una nube de polvo y vegetación muerta, sin que ningún accidente geográfico obstaculizase su recorrido y lo que transportaba. Un viento gélido que iba ganando velocidad a medida que acortaba distancias hasta la Anciana y el promontorio sobre el que estaba situada, observando. Un viento mordaz que terminaba chocando fuertemente contra ella, desestabilizándola y sacando lo peor de su carácter. El continuo azote era insufrible para sus viejos huesos. Le costaba hasta respirar. Las molestas partículas que levantaba se le introducían en los ojos, dentro de las fosas nasales y entre las costuras de la ropa hasta acabar por rasparle la piel, como si de una lija se tratara.

Tenía que admitir que, con su avanzada edad, le había costado llegar hasta allí. Era incomprensible que, precisamente ella, estuviese fuera del resguardo de la capital, vagando imprudentemente por la tierra en extremo hostil, que la vio nacer. Pero aguantaría lo que fuese y aquel era el mejor punto desde el que colocarse para controlar la inmensa extensión que se abría bajo sus pies. Nada, ni nadie, la convencería de lo contrario. Así que permanecía imperturbable, soportando la calamidad del tiempo lo mejor que podía. Era mucho más importante el cometido que la había llevado hasta allí que su propio bienestar personal.

—Maldito viento —masculló finalmente la mujer, mientras trataba de sacudirse el polvo de la ropa, incapaz también, de dominar la capa que se agitaba sin control tras ella. Hasta el apretado recogido de su peinado se había soltado en gran parte y largos mechones de pelo blanco ondeaban con furia en todas direcciones. Pasado ese momento de hartazgo, volvió a levantar la mirada para escudriñar el horizonte. Seguir Leyendo

Gemma N. Escarp

El pavimento brillaba, pero no, con el típico brillo de algo lustroso, sino con la refulgencia mortecina de las calles húmedas de Sirquemón, la última frontera. Un empedrado que consistía, a día de hoy, en la precaria unión de unos viejos adoquines desgastados, ennegrecidos y desnivelados, recubiertos por un moho enfermizo, que en algún momento vivieron tiempos mejores y que revistieron ufanos, amplias avenidas. Pero ahora, todo tipo de barracas, chabolas y casuchas, se levantaban sobre ellas sin ningún orden o planificación y las verdaderas casas, que en otro tiempo fueron hermosas y de gran esplendor, se habían tornado inhabitables debido a un extremo estado ruinoso. Peligrosos tejados temblaban inconsistentes sobre sus esqueletos destrozados. Solo quedaban vestigios de algún muro labrado, con la que fue una valorada artesanía norteña, pero de la que apenas se apreciaban ya, sus grabados. Aquella ciudad que habitaban, incrustada entre montañas y altos acantilados, en otra época había sido próspera y brillante de verdad, antes de que el límite con lo maligno se acercase prácticamente hasta sus puertas.

Unos pequeños pies descalzos y sucios, permanecían inmóviles al lado de uno de esos viejos adoquines, uno particularmente resbaladizo y resquebrajado. Permanecían perfectamente escondidos entre los aperos desordenados, que se amontonaban descuidados sobre el angosto callejón, una especie de ruta serpenteante que discurría entre el caos de chamizos y puestos ambulantes. Estaban bien ocultos de ojos indiscretos y miradas acusadoras. Porque esos pequeños pies, pertenecían a un niño de muy corta edad, que mantenía la vista fija sobre la bolsa de monedas de un rico comerciante, que se había dejado caer por allí imprudentemente. Por lo tanto, esos pequeños pies formaban parte de un ladrón. Uno que estaba pensando en ese momento cosas como: ¡Menudo mercader despistado! Que arriesgado y tonto… ¿Cómo se le habría ocurrido viajar, hasta aquella vieja y fea ciudad, última linde de la tierra habitable? Pero seguro que no lo pensaba con frases como aquellas, tan elaboradas, sino más bien, con las que usaría un infante de apenas cinco años.

Pero el encargo de Fauno había sido claro:

—O me traes esa bolsa de dinero o vas directo al mercado de esclavos —tronó la voz de su amo—. Tú mismo. Seguir Leyendo

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