Las paredes enmohecidas estaban invadidas por la hiedra venenosa típica de Sirquemón: la isquéndula. El recorrido que había llevado a Dardo hasta aquel lugar, era de muy difícil acceso, ya que a duras penas, quedaban resquicios entre sus hojas por los que poder pasar. Por eso nadie, en su sano juicio lo visitaba, excepto ella, que conocía la manera adecuada de sortearlas. Decían que aquella planta, era la culpable de decenas de muertes al año y de contaminar también, el agua de la ciudad.
La plaga vegetal apareció junto a la llegada de los malgamash y empezó a apoderarse de las calles lentamente. Unas contaminaban y mataban en silencio, los otros esclavizaban y mataban con brutalidad. Unos hechos fatídicos, de los que los sirquenos, nunca podrían ya liberarse. Parecía que los suyos, los neutrales, se habían olvidado de aquella parte tan alejada del mundo y nunca, aparecieron para rescatarlos. A pesar de lo malo, como humanos que eran, lograron adaptarse y convivir al final, con ambos infortunios. O mejor dicho, solo lo lograron, los más despiadados. Con el paso de los siglos, no quedaba una sola alma buena en aquella urbe condenada. Los que nacían llevaban en sus genes, la malicia integrada.
No obstante, cierto era, que fueron las artimañas de Fauno las que obtuvieron el frágil equilibrio. Debido a que usó, en el momento adecuado e inteligentemente, el intercambio de favores. Unos intercambios que los malignos no necesitaban, pero sobre los que se vieron envueltos, de tan insuperables que fueron sus ardides. Debido a ello, entraron en una espiral. que no dejaría avanzar a los invasores más allá de las fronteras de Sirquemón. El sátiro acabó por frenarlos, acabando con sus ansias de conquista. Por lo que a su modo también salvó, a los pueblos que iban a continuación.
Aunque quizá, la cruda realidad era que, los malignos, acabaron por valorar más la parte productiva de aquellos acuerdos, que continuar: lograban mejores frutos y sacaban más beneficio, que si acababan con la ciudad entera. Todo se redujo a un mayor resultado, con menor esfuerzo. Por eso, podría afirmarse que no fue borrada del mapa, gracias a él. Pero en cambio, sus calles acabaron convirtiéndose en una fuente inagotable de tráfico de personas. Un pago atroz, que les permitiría sobrevivir a la mayoría, un día más.
Nunca se supo con certeza, si el sátiro actuó en beneficio propio —Viendo una oportunidad de enriquecerse a costa del dolor ajeno—, o si lo hizo, con el fin de protegerlos. Tras su velada mirada de criatura mágica, era imposible adivinar sus más profundas motivaciones. Al fin y al cabo, el ahora amo del submundo, estuvo presente cuando sucedió la invasión. Se especulaba que por eso, seguía habiendo vida allí. De todos modos, en la actualidad, era el único que quedaba en pie para poder corroborarlo. Por lo tanto, el recuerdo de lo que en verdad pasó, le pertenecía solo a él.
Muchos años habían pasado desde entonces y Fauno cada vez estaba más viejo, más retorcido, enraizándose a mayor profundidad y más ampliamente. Cuanto más abajo, más sucumbía a la podredumbre de la corrupta tierra y más se empobrecía su mente. No era culpa suya, ya que hundirse en la miseria, era la única forma que encontró, para poder sobrellevar el fracaso. El resultado de esa inusual longevidad —Incluso viniendo de uno de su clase—, acabó por transformarse en una especie de respeto venerable hacia él, por parte de los habitantes. Aunque sin poder concretar, si era por devoción, por miedo o por costumbre. Sus dominios eran bastos sí, pero jamás podría alcanzar, la zona prohibida, a la que tenía el acceso denegado. Por lo tanto, ¿qué significaba para la ciudad, aquella criatura? ¿Qué era en realidad? ¿Un salvador o un verdugo? Seguir Leyendo