San Valentín. Esa fecha en la que el amor se mercantiliza, se embotella en perfumes y chocolates, y nos recuerda que el afecto debe demostrarse a través del consumo. Pero hay un tipo de amor que rara vez se menciona en estas fechas: el amor propio. Y pocas películas lo exponen con tanta crudeza como La Sustancia (2024).
⚠️ AVISO: Este artículo contiene detalles, aunque no fundamentales, sobre la trama de La Sustancia. Si prefieres verla sin conocer esta información, te recomendamos hacerlo antes de leer. ⚠️
Fragmento de “La sustancia“:
En un mundo obsesionado con la juventud y la belleza, el film de Coralie Fargeat nos lanza un dardo envenenado directo al corazón de la cultura de la imagen. Con una visión brutal y sin concesiones, La Sustancia muestra cómo la desesperación por mantenerse joven y bella se convierte en una adicción autodestructiva, una condena disfrazada de promesa.
La película, en su esencia, es una crítica feroz a la industria de Hollywood y a la sociedad en general, que siguen exigiendo a las mujeres que se conserven eternamente jóvenes y deseables para no ser descartadas.
El veneno de la eterna juventud
La historia de La Sustancia no es sólo una metáfora del body horror, (un género de terror al que tienes que ir concienciado si no quieres salir del cine con mal cuerpo), y la alienación femenina, sino también un reflejo del horror real que enfrentan actrices, modelos y mujeres comunes ante un espejo que, en lugar de reflejar su identidad, las mide con una cruel vara de caducidad. La presión por encajar en los estándares de belleza es un parásito que consume el amor propio, convirtiéndolo en una carrera de resistencia contra el envejecimiento, una batalla que, inevitablemente, se pierde.
Hollywood es el ejemplo más visible y despiadado de esta realidad. Las carreras de las actrices parecen tener fecha de vencimiento: se ensalza a las jóvenes, pero una vez que cruzan cierta edad, se las aparta en favor de rostros más frescos. Al menos en esta película, ese límite se ha ampliado. Hasta hace poco, a los 30 años ya se las consideraba desechables, relegándolas a papeles secundarios o desapareciendo por completo de la industria.
En este sentido, en la película se magnifica esa sensación de haber sido apartada desde un punto de vista exponencial y por completo grotesco. La escena en la que el prepotente magnate Harvey (Dennis Quaid) devora camarones es un ejemplo perfecto de esto. Debo admitir que, en ocasiones, me he encontrado en situaciones similares, experimentando ese tipo de vivencia esperpéntica y de mal gusto con algún interlocutor. Un punto de vista bizarro y asqueroso que provoca arcada inmediata.
En el film, no hay mayor crueldad que la que experimenta el día de su 50º cumpleaños, Elisabeth Sparkle (Demi Moore), que ve cómo toda su sufrida carrera se desvanece mientras abandona el plató y avanza por el pasillo del backstage hacia los camerinos. No hay palabras de reconocimiento, no hay tributo a su trayectoria: simplemente, deja de existir de golpe para la industria. La frialdad con la que es descartada la sumerge en una espiral de inseguridad brutal que la lleva a un pensamiento obsesivo: recuperar lo perdido a toda costa. Pero el problema no es la edad, sino la sociedad que le enseñó que su único valor residía en su apariencia, y que su valía solo existía a través de los ojos de los demás.
Lo que sigue es un descenso a los infiernos de la desesperación: el deseo de mantener la juventud a cualquier precio la empuja a una solución extrema, a un punto de no retorno. Es aquí donde la película da su giro más aterrador y nos enfrenta a una verdad incómoda: en una cultura que nos vende la juventud eterna como la máxima aspiración, ¿hasta dónde estamos dispuestas a llegar para mantenerla?
La industria ha normalizado la cirugía, los tratamientos estéticos extremos y la anulación de cualquier signo de madurez, mientras que los hombres pueden envejecer con dignidad y ser considerados “clásicos”, “respetables” o incluso “sexis”. Aunque matizaré ciertos cambios leves que está habiendo sobre este punto más adelante. No es coincidencia que sean las mujeres las que más sufren las exigencias de la eterna juventud. La presión no es solo social, es estructural: se nos enseña a competir entre nosotras, a temer el paso del tiempo, a ver el envejecimiento como una enfermedad y no como un proceso natural.
Fragmento de “La sustancia“:
El amor propio
En San Valentín, cuando el amor se vende envuelto en corazones de azúcar, tal vez sea un buen momento para recordar que el afecto más importante es el que nos tenemos a nosotros mismos. La belleza que nos imponen es una trampa, una ilusoria versión que nunca podremos sostener sin perdernos en el proceso. Y aquí me remito al punto del que quería hablar antes. Esto no solo afecta a las mujeres: en lugar de que la balanza se incline hacia la autoaceptación, ahora también se están imponiendo estándares de belleza masculina imposibles. En lugar de avanzar hacia la sensatez, ampliamos el horizonte hacia el absurdo.
¿Cómo se puede ignorar un cambio al que estamos irremediablemente abocados? Es una realidad innegable.
La autoconservación no debería pasar por mutilarnos para encajar, ni por rendirnos a la dictadura de la aparente perfección, cuando encima está demostrado que este canon cambia a lo largo de los años. Es una perpetua lucha sin sentido que solo tiene un final: envejecer sí o sí. No hay crema, cirugía o procedimiento que pueda evitarlo. La juventud es un estado transitorio, no una identidad, y vivir en negación de esta realidad solo nos destruye.
Si hay algo que La Sustancia nos enseña, es que perseguir un ideal impuesto por una sociedad enferma es el camino más corto hacia la autodestrucción. Porque el amor propio no se mide en la tersura de la piel ni en la firmeza del cuerpo, sino en la capacidad de mirarnos al espejo sin sentir la necesidad de convertirnos en otra persona. Amarse es resistir ante un sistema que necesita que nos odiemos para poder vendernos su cura.
Así que este San Valentín, antes de sucumbir a las presiones impuestas, celebremos la resistencia de aceptarnos tal como somos. Porque amarnos a nosotras mismas en una sociedad que se beneficia de nuestra inseguridad es, sin duda, el acto más revolucionario que podemos hacer.
Y que diablos ¡viva la naturalidad!
¿El único punto en contra sobre La sustancia? Hubo momentos en los que Elisabeth Sparkle me desesperaba. Por tonta, por aferrarse a una ilusión que ya no tenía sentido, por no ver la trampa en la que caía siempre. Pero, en el fondo, esa desesperación es precisamente el mensaje más duro de la película: la imbecilidad de seguir eligiendo mal aún sabiendo que todo está en contra, porque la autoestima ha sido construida en base a cánones retorcidos y de ir a contranatura. Porque, a fin de cuentas, la mayor pesadilla de la película no es la transformación del cuerpo, sino la mente destruida de quien no puede aceptarse.
Margaret Qualley
No se puede hablar de La Sustancia sin destacar la actuación de Margaret Qualley interpretando a Sue. Su presencia en pantalla es magnética, y su interpretación logra capturar la tensión y el horror del film con una intensidad impresionante. Qualley, quien también es bailarina y modelo, tiene un talento innato para transmitir emociones de forma visceral. La descubrí por primera vez en el icónico anuncio de Kenzo World, dirigido por Spike Jonze, y no pude dejar de verlo en bucle durante un tiempo.
Ese anuncio de Kenzo es una pieza maestra de publicidad: un estallido de energía y libertad que desafía las expectativas de lo que debe ser un comercial de perfume. En lugar de la habitual imagen de belleza etérea y sofisticación contenida, el spot nos ofrece una performance desatada y electrizante, donde Qualley rompe con todas las normas establecidas, liberando una expresión pura y salvaje de individualidad. Si sigue eligiendo proyectos tan arriesgados y acertados, sin duda su carrera llegará muy lejos.
¿Qué pensáis de todo esto? ¿No es hora de que dejemos de medir nuestro valor en base a un reflejo efímero y empecemos a redefinir lo que significa realmente ser hermosa?
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