Fasínder, el niño de la estepa

23 de abril de 2022 por Gemma N. Escarp

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Gemma N. Escarp

Un poderoso viento, nacido en lejanas montañas, se desplazaba sin control por la desolada estepa, arrastrando con él una nube de polvo y vegetación muerta, sin que ningún accidente geográfico obstaculizase su recorrido y lo que transportaba. Un viento gélido que iba ganando velocidad a medida que acortaba distancias hasta la Anciana y el promontorio sobre el que estaba situada, observando. Un viento mordaz que terminaba chocando fuertemente contra ella, desestabilizándola y sacando lo peor de su carácter. El continuo azote era insufrible para sus viejos huesos. Le costaba hasta respirar. Las molestas partículas que levantaba se le introducían en los ojos, dentro de las fosas nasales y entre las costuras de la ropa hasta acabar por rasparle la piel, como si de una lija se tratara.

Tenía que admitir que, con su avanzada edad, le había costado llegar hasta allí. Era incomprensible que, precisamente ella, estuviese fuera del resguardo de la capital, vagando imprudentemente por la tierra en extremo hostil, que la vio nacer. Pero aguantaría lo que fuese y aquel era el mejor punto desde el que colocarse para controlar la inmensa extensión que se abría bajo sus pies. Nada, ni nadie, la convencería de lo contrario. Así que permanecía imperturbable, soportando la calamidad del tiempo lo mejor que podía. Era mucho más importante el cometido que la había llevado hasta allí que su propio bienestar personal.

—Maldito viento —masculló finalmente la mujer, mientras trataba de sacudirse el polvo de la ropa, incapaz también, de dominar la capa que se agitaba sin control tras ella. Hasta el apretado recogido de su peinado se había soltado en gran parte y largos mechones de pelo blanco ondeaban con furia en todas direcciones. Pasado ese momento de hartazgo, volvió a levantar la mirada para escudriñar el horizonte.

La zona Este de su comarca era, la mayor parte del año, un páramo baldío de miles de hectáreas, en el que escaseaba la vegetación. No por ello impedía que las mayores y más brutales bestias lo habitasen. Y habían muchas y muy diversas. Aunque había un fenómeno atmosférico que igualaba a toda criatura viviente por igual, a humanos y a animales, el de depender en exclusiva, de la temporada de lluvias. A pesar de su corta duración, cuando llegaba, descargaba tal cantidad de agua, con tal tremendo ímpetu, que convertía los senderos en riadas turbulentas que arrastraban todo a su paso. Aunque la estéril estepa, también recibía una ayuda complementaria durante esa época: las inundaciones provocadas por el descomunal río que cruzaba de norte a sur la comarca vecina. Durante aquel período de violenta descarga, no podía contener su caudal y llegaba a colmar la aledaña tierra yerma transformándola en un inmenso lago de poca profundidad y superficie infinita. Gracias a estos dos factores devastadores, la vida podía renovarse en aquel rincón perdido del planeta.

Cuando aquellas perturbadoras tormentas finalizaban, una época de resurgimiento se abría paso, con una fuerza y vigor exuberantes. La época de la abundancia. Cuando las aguas se retiraban finalmente, dejaban tras de sí, una gran pradera cubierta por un manto de alta hierba verde oscura. De la bella contemplación de ese momento, provenía el nombre de su comarca y la propia capital: “Las Praderas”, un nombre escogido, que era mucho más amable, de lo que en realidad eran aquellas tierras durante la mayor parte del año. De modo que Aquarea, Verdumene, Ventisar y Ariduma eran las cuatro rotaciones meteorológicas propias de su comarca. En ningún otro lugar ocurría de ese modo, al menos, tan drásticamente. Dos temporadas cortas y explosivas, contra dos largas y estériles. Y era precisamente, en las dos últimas, que las fieras luchaban en una brutal competición por la comida y su supervivencia.

Sin poder evitarlo, la Anciana observó las siluetas de algunos de aquellos animales a lo lejos, husmeando rastros frescos. Estaba segura que no tardarían mucho en localizarla.

De todas formas, por suerte, la feroz sequedad del Este no se daba en todas las regiones de aquellas estepas. En la zona occidental, tras unas suaves colinas, resguardadas por ellas y proveída por uno de los pocos manantiales naturales de los que siempre surgía el preciado líquido, se hallaba emplazada la capital, su hogar, rodeada a su vez, por la mayor parte de pueblos y aldeas.

Las Praderas capital, era una bella ciudad de casitas pintorescas y plácidas mansiones de dos plantas, que se construían con el material de la misma tierra que pisaban y que lograba un efecto mimético con el entorno. A vista de pájaro apenas se distinguían sus contornos. Pero bajos sus tejados, un bullicioso mundo habitaba. Tejados cuyos alerones se tocaban y que cubrían y dotaban de una fresca sombra los estrechos y sinuosos callejones abarrotados de gente ociosa, que paseaba entre puestos colocados bajo arcadas horadadas en las paredes. Aquella sinuosidad de las calles estaba también, metódicamente calculada, ya que el poderoso viento se convertía allí, en una ligera brisa que aliviaba los tórridos mediodías.

Al contrario de la estrechez de las calles, contrastaba la amplitud de los patios interiores abiertos y luminosos. Jardines públicos salpicados con fuentes estratégicamente dispuestas, que mantenían un agradable ambiente. Los ciudadanos de Las Praderas habían tenido el suficiente ingenio, como para saber aprovechar su manantial sagrado basándose en una complicada ingeniería de conductos, que no desperdiciaba ni una sola de sus gotas.

Todas las ciudades en aquel lugar apartado del mundo, se concebían como remansos de paz, porque sus ciudadanos eran en realidad, unos feroces guerreros. Los últimos responsables de combatir un gran peligro, que amenazaba con destruir el planeta.

Así que sí, se había aventurado fuera de la zona occidental y de su idílica ciudad, llevada por una importante empresa de carácter personal y de la cual, nadie de sus allegados más próximos, estaba debidamente informado. Por prudencia. No quería que la tomaran por una sentimental paranoica o lo que era peor, por una vieja loca trastornada. Tras tantos años de búsqueda infructuosa, su insistencia solo podía significar ante los ojos de los demás, que había perdido la cabeza al no poder cerrar la herida de semejante tragedia. Al fin y al cabo, ella era la máxima responsable de sus ciudadanos: La excelsa Anciana Nesindre Fensirán y no podía permitir que la viesen flaquear.

La mujer dejó caer un suspiro, sin apartar ni un ápice la vista de su escrutinio. La mañana estaba dejando paso al mediodía y no había aparecido el objeto tan preciado de su búsqueda. Para colmo, se sentía desfallecer. Porque, a pesar de la abundancia que dejaba la estación de lluvias, en ese momento no era el caso. Estaban finalizando la estación de Ventisar y adentrándose en la seca de Ariduma. Cuando el suelo resquebrajado por las altas temperaturas, desgastaba las suelas de cualquier buen calzado que se llevase. Cuando los labios se resecaban hasta el punto de cuartearse. Cuando cualquier gota de sudor era al instante evaporada, resecando la piel si no se iba con la indumentaria adecuada. Pero sobre todo, cuando las fieras que lo habitaban eran más imprevisibles que nunca y cualquier olor que pudiera significar un bocado para sus hambrientos estómagos, acababa formando parte indiscutible del menú del día.

El cazador que la acompañaba, un avezado conocedor del terreno, no estaba tranquilo por aquella situación. Caendras se llamaba. A la Anciana le había costado un buen costal de monedas convencerlo, de que la escoltase durante esa peligrosa estación, pero es que lo que buscaba bien merecía la pena toda su fortuna. Aunque todo el mundo en la capital, hiciese mucho tiempo que hubiese abandonado cualquier posibilidad de encontrarlo. Pero ella nunca perdió la esperanza. Usaría hasta el último aliento que le quedase y la última pieza de dinero, para seguir buscando.

Nesindre sentía cómo el cazador la estaba observando de soslayo. También sentía que con aquella mirada la juzgaba. Estaba segura que pensaba que no tenía edad para aventurarse de aquella manera y que para él, se iba a convertir en una carga. Porque además, la Anciana se negaba a seguir ninguno de sus consejos o sugerencias, haciéndole auténtico caso omiso. Quizá incluso pensaba que ya no razonaba correctamente o con la fluidez recomendable. Pero ella iba a lo que iba y era precisamente por su edad, que el peligro ya carecía de sentido, porque a la vuelta de cada esquina o tras acostarse, la muerte la aguardaba pacientemente. Un día que despertaba, era otro día ganado. Además, en sus tiempos de más vigor, había sido una eficaz e implacable guerrera túrtena. Y sus ojos ya habían visto y vivido, todo tipo de atrocidades. Nada la asustaba. Por eso mismo, su sentido de la precaución era menos consistente que el de los jóvenes temerosos que aún les quedaba vida por delante. Supuestamente, ya que en aquel aislado y apartado continente no se duraba demasiado. Llegar a viejo era todo un regalo del destino.

Al pensar en la muerte, recordó el pacto que hizo con tan oscuro destino años atrás. Estuvo al borde del colapso, mientras sus ojos contemplaban entre delirios, el ávido rostro que esperaba verla morir. Pero ella no se iba a dejar vencer, debido a que no podía marchar, no sin antes encontrarlo. Y la muerte al comprobar su feroz resistencia y su férrea voluntad, le prometió que se retrasaría lo suficiente, como para dejarla cumplir con su misión. Pero tras todo pacto de alta índole, siempre queda una deuda… Una deuda por norma impagable.

La capa con la que se había cubierto para mantener la humedad, seguía ondeando furiosa alrededor de ella, lo que apenas la protegía. Apenas conseguía tampoco, mantenerse en pie por los bandazos que el viento le daba. Tal era la fuerza de aquel vendaval. Un vendaval que se llevaba consigo cualquier gota de humedad que pudiera haber en el ambiente, pero que a su vez te agarraba con unos dedos fríos, nacidos de cimas lejanas y que contrastaba con aquella tierra que se tornaba cada día más seca. Pero no se arredraría. Los datos de los nómadas habían sido más claros que nunca. Estaban en la zona correcta y esperaría lo que hiciese falta hasta verlo aparecer.

Los nómadas… Contactar con ellos no era tarea fácil. Los taendrum jamás se dejaban ver. Su capacidad de camuflarse con el entorno era legendaria. Y nunca eran vistos si no querían dejarse ver. A decir verdad, extrañamente, fueron ellos los que decidieron ponerse en contacto con la ciudad. Un buen día, sin más, los ciudadanos se encontraron a un taendru apostado en las afueras, inmóvil como una estatua, esperando. Fueron muchos los que intentaron hablar con aquel hombre cubierto de pintura, barro y vegetación seca, que causaba una especie de respeto ancestral e intangible. Pero por su parte, no hubo ni un solo intento de conversación o aproximación hacia sus congéneres urbanos. Solo se mantenía allí de pie, al parecer sin propósito, como ella misma hacía ahora observando la desolada sabana desde el amanecer…

Desesperados, sus conciudadanos acabaron por informarle de la situación con el nómada y, finalmente, la excelsa Anciana abandonó el fresco palacio que habitaba junto con sus comodidades, para caminar hasta la ubicación de aquel solitario habitante de la estepa. Entonces fue cuando él decidió mover su cabeza y mirarla. Con gestos desconocidos para Nesindre, pero bien explícitos, se hizo entender. Solo quería entablar comunicación estrictamente con ella. Sin que nadie los viera. Así que la mujer mandó de vuelta a sus nerviosos acompañantes y se adentró junto al silencioso taendru, hacía un pequeño bosquecillo que delimitaba la ciudad.

Cuando estuvieron totalmente a solas, empezó a contar su historia a través de gestos y Nesindre lo entendió, vaya si lo entendió. Supo lo que había encontrado de inmediato. Sobre todo le quedó claro, cuando el nómada se tiró del pelo de su propia frente y señaló una de las hojas de un árbol cercano, con un fuerte tinte rojo otoñal. Por eso la había ido a buscar a ella, porque fue ella la que solicitó su ayuda hace mucho ya, y por sus explicaciones, lo había encontrado, tenía que ser él… sin lugar a dudas.

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Comentarios

  1. Montse dice:

    Me encanta y quiero más, con tal descripción te lleva allí a esa estepa .Muchas gracias corazón felicidades

  2. Isabel dice:

    Felicitats! Atrapa la història i deixa amb ganes de seguir, gràcies per compartir-la

  3. Pack Oh! dice:

    Estupendo relato, aunque juego con algo de ventaja al “conocer” al muchacho.

  4. Mònica dice:

    Moltes felicitats Gemma, m’he quedat amb les ganes de més…

  5. Miri dice:

    Me encantaaaaaaaa!!!!!!!! ¡Quiero más! Te imaginas rápidamente a los personajes y a todo su entorno. Te dejo que sigo con más 😉😘

  6. Pearlene Soule dice:

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  8. Lorena Vargas dice:

    El texto es una hermosa obra literaria que cautiva con su riqueza descriptiva y el carácter apasionado de la protagonista. La escritura es tan vívida que casi podemos sentir el viento agitando la capa y el polvo. La historia nos sumerge en un mundo de misterio y aventura, y la determinación de la Anciana Nesindre nos invita a reflexionar sobre la importancia de seguir nuestros sueños sin importar la edad. Un relato que atrapa la imaginación y promete una emocionante travesía literaria.

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